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Conchi Basilio
José Manuel López García
Periplos

Ser en el café

18-05-2018

Tal vez, uno de los lugares de la tierra en donde el hombre todavía puede sentirse enteramente feliz es en un café, hablando, leyendo un libro u hojeando anárquicamente el periódico.
 
Ignoro si la felicidad es un deber. Leí en alguna parte —o tal vez lo imaginé—, que los momentos más felices de nuestras vidas son aquellos donde no pasa nada, ni bueno ni malo. En lo personal, esos instantes de inadvertida felicidad me han llegado casi siempre durante algún viaje o sentado en la mesa de algún café.
 
Ningún político, de izquierda, centro o derecha y, por supuesto, ningún curso de superación personal o gurú podría ofrecerme algo similar a la dicha que siento cuando estoy en el café. El escritor Antonio Muñoz Molina, escrupuloso anatomista del instante, escribió en esa gran novela híbrida que es Ventanas de Manhattan un fragmento relacionado con los cafés que visitaba en Nueva York. «En el café la vida es descansada y lenta, casi gratuita», escribió. A caballo, entre la novela y el ensayo, hace una descripción muy poética de cómo, en sus años neoyorkinos, podía pasar más de dos horas sentado en la mesa de un café, sin que nadie le reprochase el tiempo que transcurría sin consumir cada vez más.Y cómo podía tomar el New York Times prestadode una mesa vacía —donde otro cliente lo había dejado—,ahorrándose los setenta y cinco centavos de su costo, y leerlo todo el tiempo que quisiera.
 
En el mundo moderno, donde se nos cobra hasta por respirar, la observación de Muñoz Molina resulta muy pertinente. Y, sin embargo, al mismo Muñoz Molina le parecía que, del otro lado de los ventanales de esos mismos cafés, la ciudad era agresiva y la vida transcurría inmisericorde y áspera, a diferencia de lo que ocurría dentro, donde él se sentía en completa seguridad.
 
De los cafés también podría decirse algo similar a lo que Roberto Bolaño —escritor de culto chileno que vivió en España— escribió sobre las librerías: «Todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguna». De mis días vagabundos en la ciudad de México, lo que recuerdo con mayor alegría, son las tardes que pasé en aquellos cafés que frecuentaba en el barrio colonial de Coyoacán, en el barrio hípster de La Condesa o en el barrio de Polanco, uno de los más exclusivos de la ciudad. Aunque creo haber pasado más tiempo que en ningún otro lugar en el café de la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica, rodeado de aquel universo inagotable de libros que —al puro estilo de Muñoz Molina—podía leer sin que nadie me obligase a comprar, aunque siempre terminaba por adquirir alguno para agregarlo a mi larga lista de libros que quería tener, aunque muchos de ellos no los leyera hasta mucho tiempo después, o tal vez nunca. De mis viajes lo que más recuerdo son los cafés. Los meses que pasé en Madrid iba todas las tardes a beber sangría a un café de Lavapiés, en aquellos días estaba tristísimo. En Buenos Aires —maravillado por el hecho de que en aquella parte de la ciudad la vida y la muerte estuviesen siempre tan cerca—pasé mucho tiempo en los cafés que rodean al cementerio de La Recoleta. En 2009, cuando llegué a establecerme a Bélgica, lo primero que hice fue echar raíces en un café de la Plaza Mayor, de la ciudad de Mons. En los primeros días también visité dos de los emblemáticos cafés de Bruselas, donde Carlos Marx —por cierto—, escribió una parte de su obra:Le Cygne y La fleur en papier doré.Así como la historia de la humanidad podría explicarse a través de las guerras, yo podría explicar la mía en torno a los cafés en donde he estado.
 
Los establecimientos donde se beben café y otras bebidas han tenido una interesante evolución histórica. Si bien, en un principio, en los siglos XV y XVI, en La Meca, las mesas de estos primeros cafés eran ocupadas sólo por hombres sabios, místicos y religiosos, con el tiempo y después de haber sufrido de una persecución ?hacia mil quinientos y tantos, las autoridades religiosas pensaban que estos lugares robaban tiempo a la religión? abrieron sus puertas para personas cada vez más diversas. Durante muchos años los cafés se convirtieron en las ágoras de la modernidad, donde los pensadores se mudaban para practicar la filosofía en medio de la gente. Actualmente, son significantes espacios de la vida pública, social y cotidiana, pero siguen siendo, en la vida moderna, lugares propicios para el pensamiento.
 
Lo que más me interesa de los cafés es la experiencia individual, esa que consiste en entrar en un café para hacer una pausa en el día y pasar algún tiempo tan sólo siendo o, dicho de manera más pretenciosa, cobrando cierta conciencia de la dimensión humana o del ser, esa palabra tan pequeña y tan difícil de definir.
 
Todos, por maravillosas que parezcan nuestras vidas, luchamos cada día contra nuestros demonios y contra la cotidianeidad. Con los años vamos reinventando nuestra forma de estar en el mundo y de luchar en él. Mi lucha por la existencia consiste en salir a caminar después de la lluvia, en olfatear la hierba húmeda y en llenar de aire mis pulmones; pasar por el pequeño cine del barrio y sentirme atraído por una película de la cartelera que ?de pura casualidad?, está por comenzar; sentarme en una terraza con una tasa de café o una cerveza y beberla a sorbos lentos, mientras charlo pausadamente con mi mujer o con un amigo, o mientras miro pasar la vida que pasa fuera y dentro de mí.
 
Manuel Vicent ya lo escribió mucho mejor de lo que yo podría hacerlo: «Al final de todas las religiones y filosofías, en medio de tantos dioses, héroes y sueños, resulta que la vida no es sino un conjunto de chismes y un nudo de aromas, una pequeña costumbre cuyos pilares tan sólidos son de humo y salen de ciertas tazas frente a las cuales uno ha sido feliz».

Juan Saravia


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