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Sociedad

CULTURA

Maquillaje

18-05-2018 13:38:30
Maquillaje.

Juan Sarvia.- Es un sábado por la noche y yo estoy solo en casa con Angélica. Me he sentado muy cerca de la ventana, mirando hacia afuera. Sin embargo, no miro lo que hay del otro lado, la miro a ella, que ha dejado la puerta del baño abierta y se ve reflejada en el cristal.

Ella va a salir. Me lo dijo esta mañana. Es evidente que los dos preferimos evitar el tema. Lo acordamos hace tres años, aunque una parte de mí deseaba que este momento no llegara nunca. Esa era la única forma en que podíamos seguir juntos.

Siento rabia. No sé a qué hora tiene pensado salir, ha pasado ya un buen rato en la ducha. Por fin sale y se seca la piel. Solo el pelo húmedo le cae sobre los hombros. Se pone ropa interior de color negro. Sube una pierna sobre la tapa cerrada del mingitorio y se unta crema en la suave piel de la pantorrilla, en el muslo. Hace lo mismo en la otra pierna. Se pone crema en los brazos y en los hombros. Se dirige a la habitación, donde estoy yo—no dejo de mirarla a través del reflejo del cristal de la ventana—, coge la ropa que ha dejado sobre la cama y se viste. Falda negra, ajustada. Camisa blanca, con botones y mangas hasta los codos. Se mira en el espejo de la cómoda. Abrocha el segundo botón, vuelve a mirarse… De frente, de perfil, de tres cuartos. Desabrocha otra vez el botón y decide abrirse un poco más el escote.

La miro. Ha vuelto a resurgir, después de todo lo que hemos pasado. No podría cansarme nunca de mirarla. Es maravillosa y está en el punto justo de su madurez.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando nos desvestíamos para tener sexo, la primera vez? 

—Le pregunto, pero enseguida me arrepiento de haber interrumpido su ritual de belleza. 

Ella se gira hacia mí, yo dejo de verla a través del reflejo y nos quedamos pensativos, mirándonos de frente.

Voy a seguir mirándote a la cara, por muchos botones que te desabroches, eso fue lo que me dijiste. Siempre me ha gustado tu cara...le digo y ella sonríe.

Se peina, pero no le gusta el peinado y se lo cambia. Se mira fijamente en el espejo y así permanece durante algunos segundos, huidiza.

Vuelve a mirarse en el espejo, abre la caja donde guarda sus productos de belleza y empieza a maquillarse. Prefiero su rostro natural. El maquillaje rejuvenece y cubre algunos defectos. Pero, al mismo tiempo, es un artilugio para el engaño.

La rabia que sentía se torna en tristeza. Mientras ella lleva a cabo su ceremoniosa rutina, siento como si me hallara en el fondo de un agujero, en una soledad casi total, buscando dentro de mí algo que me salve. Podría mandar ahora mismo todo al diablo. Pero no lo haré. No voy a renunciar.

—Éramos muy jóvenes —dice Angélica, volviendo al tema de la primera vez que hicimos el amor—. Estábamos en esa excursión y nos habíamos escapado del grupo para estar solos en la cabaña que encontramos en el bosque. Los dos sabíamos que en cualquier momento iba a pasar y no quisimos dejar pasar la oportunidad. Llevábamos dos días sin bañarnos. Yo estaba horrible. Te pregunté si no sería mejor esperar, ir a un hotel…Quería arreglarme, ponerme un poco de maquillaje, aunque fuera. Tú me dijiste que querías besar mi carne y no un «pringue gelatinoso». Cuando por fin estábamos en la cabaña, como yo me sentía muy nerviosa, me puse a hablarte de mi tesis de fin de carrera y se me olvidó que llevaba un overol sucio y que mis pechos eran todavía pequeñitos, como pasas de higo, y mi trasero estaba casi tan plano como el tuyo.

—Eso me pareció mucho más interesante, que me llevaras a la cama usando tu mente y no tu cuerpo.

—¿Crees que los demás se hayan dado cuenta? —pregunta ella.Reímos. Luego, ella se da cuenta de la hora que es y me dice que debe darse prisa. Yo asiento con un movimiento de cabeza y salgo de la habitación, le digo que estaré afuera, en el cobertizo, leyendo un libro. Dudo que pueda leer.

Al cabo de unos minutos ella sale, lleva el bolso colgando del brazo. Las llaves del automóvil y de la casa en la mano. Yo finjo sacar los ojos de las páginas de mi libro.

—¿Te vas? —le pregunto, ante lo evidente—. ¿Por qué no te quitas el anillo?

—No —dice enfática—, es mi anillo de bodas, no me lo voy a quitar. ¿Estás seguro de que no importa que salga? Puedo cancelarlo y quedarme contigo.

—No, anda, ya hemos hablado de esto antes.

—¿También estás seguro de que no quieres que llame a la enfermera? Vive muy cerca, estaría aquí en diez minutos.

—Estaré bien —le aseguro.

—¿No necesitarás ayuda para ir al baño o para subirte a la cama?

—No, no te preocupes. Podré hacerlo solo.

—Está bien… —dice Angélica, y está a punto de decir algo más, quizá, que no llegará muy tarde o que no la espere, pero prefiere no decir nada.

Arranca el coche y se marcha. Yo, pongo las manos sobre las ruedas y giro con dirección a la puerta, para entrar en casa y ver un poco de televisión. 





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