Echo mucho de menos los artículos inolvidables de José Luis Alvite. Su brillantez arrojaba algo de claridad sobre esa suma de callejones sin salida que, con más frecuencia de la que sería deseable, ha ido forjando mi vida. Y, ahora que he llegado hasta aquí sin saber muy bien cómo ni por qué, me debato entre la necesidad de releer sus piezas o lamentar su ausencia. Con su marcha se han apagado definitivamente las luces del escenario.
Nunca dejaré de sorprenderme por la manera en que deshuesaba el abecedario, por la forma en que cabalgaba sobre las letras y desplegaba el arsenal del lenguaje con la misma soltura con que una bandera ondea al viento. En realidad Alvite, más que escribir, lo que hacía era avivar la hoguera de las palabras hasta que éstas se consumían ante nuestros ojos, dejando en nuestro recuerdo un rastro encadenado de metáforas inflamables.
Al igual que yo, él era también un gran apasionado del western y del cine negro americano. Estoy seguro de que su estilo irrepetible, a mitad de camino entre las sentencias lapidarias del sepulturero y el desapego de Diógenes, se nutría mucho de esa narrativa fílmica, ambigua y concisa, que poblaba ese universo tenebroso y expresionista en el que cualquier mujer fatal podía fumarse tu nombre o exhibir una sonrisa del nueve largo.
Gracias a la maestría del periodista desaparecido comprendí que una cosa es escribir y otra, bien distinta, extraer significados a las sombras y coronar la cima del lenguaje con la elegancia de un bailarín de claqué, con la formidable pegada literaria de un boxeador que, antes de derribar a su adversario sobre el cuadrilátero, se divierte jugando con él.Alvite golpeaba las emociones de cualquier lector con la percusión de su talento.
Antes de concluir este artículo, trato de imaginarme cuánto debió de disfrutar Caronte el barquero con su ingenio mientras lo acompañaba en su último viaje. Él fue, sin duda, el creador de la geopoética de Santiago o, lo que es lo mismo, el verdadero fundador de ese callejero íntimo y sentimental que pertenece, exclusivamente, al mapa del alma y en el que la lluvia, como afirmaba Borges, es algo que siempre ocurre en el pasado.
Ángel Varela